El deseo de visitar el Lago Atitlán no fue motivado por fotos pintorescas de Google, ni por una guía de viajes, sino que fue plantado sutilmente por el japonés que conocimos en Colombia, el que había viajado por 10 años, aquel que también nos recomendó Chigorodó porque «no había nada qué hacer».
Nos enteraríamos luego que Atitlán es considerado el lago más hermoso del mundo, pero para corroborarlo primero teníamos que llegar, tarea sencilla en centroamérica donde las esperas largas haciendo autostop son una distopía de mal gusto.
Primero nos llevó una camioneta blanca cuyos conductores no hablaron nada. Después de unos minutos de silencio Wa tanteó la situación diciendo «estamos tratando de llegar al lago Atitlán» pero ellos ni mu, ni siquiera un «ajá» para disimular interés, nada. Entonces nadie hablo más nada.
El segundo auto iba con dos muchachos que charlaban animadamente. Nos ofrecieron cerveza apenas subimos, cerveza que negamos.
Más adelante, se detuvieron en una ciudad donde compraron una funda de cervezas y uno de ellos se quedó en una zona llena de prostíbulos, donde bajó con la funda entera bajo el brazo.
Cuando nos quedamos solos con su amigo, éste nos comenzó a preguntar sobre nuestro viaje. No nos había hablado antes porque creía que éramos gringos y que hablábamos inglés, así que solamente se sintió en obligación de hacerlo cuando su amigo abandonó el auto y el silencio se convirtió en incomodidad.
El tercer dedo que asomamos a la ruta fue respondido por una pick up conducida por un señor, que acompañado de sus 2 hijas, nos dejó viajar en la caja del vehículo y nos regaló duraznos.
Ellos también se dirigirían al lago Atitlán, y quisieron hacer una parada intermedia en un mirador de la ruta desde donde se apreciaba el lago en todo su esplendor.
El lago no fue la única estrella de la escena, el conductor aprovechó el momento para preguntarnos acerca del viaje, y no dejó pasar la oportunidad de sacarse una foto con los trotamundos uruguayos.
Para ese momento yo había confirmado las sospechas que mi cuerpo me estaba tratando de hacer notar desde hacía ya un rato; aproveché la parada en una estación de servicio para buscar el termómetro y tomarme la temperatura.
Eran 38,5 los grados que marcaba el mercurio, y justificaba la falta de fuerza que sentía al levantar el brazo para hacer dedo o agarrar la mochila, y los dolores de cabeza que no se iban.
Pero tendría que aplicarle la ley del hielo a la fiebre, y a fuerza de ignorarla hacer que se fuera. De eso, y de unas pastillas de paracetamol que tomé en la caja de la pick up para anestesiar los síntomas.
Hacer dedo con tanta fiebre era una experiencia nueva que se sumaba a la aventura.
La familia de la camioneta nos dejó en Panajachel, un pueblo que descansa sobre las costas del lago y desde el cual tomamos una lancha que por 25 quetzales cada uno (unos 3 dólares) nos dejaba en cualquiera de los pueblos de alrededor de Atitlán, ya que hacía una especie de circuito pasando por varios pueblitos ubicados a orillas del lago.
En cada uno subía y bajaba gente, y aunque comenzamos el trayecto viajando únicamente con personas locales, el último tramo fue dominado por los turistas que se subieron en San Marcos La Laguna, el pueblo que junto con San Pedro La Laguna son los más famosos de Atitlán, a nivel de turismo.
SAN JUAN LA LAGUNA
Aunque la presencia extranjera está muy presente en este pueblo, sigue siendo de los más tranquilos para visitar alrededor de Atitlán.
Su cercanía con San Pedro La Laguna, el pueblo fiestero por excelencia de la zona, lo convierten en el lugar ideal para la gente que quiere tener la fiesta cerca pero también pretende descansar durante la noche para curar la resaca, así que a mí me gusta decir que San Juan es el dormitorio de San Pedro.
Apenas llegar a la isla, los conductores de Mototaxi empiezan a salir de los rincones más recónditos ofreciendo sus servicios, los cuales si bien rechazamos, quedan perfectamente justificados después de prácticamente escalar la subida abrupta que te lleva desde el muelle a la calle principal.
Nosotros aplicamos nuestra legendaria técnica de caminar hacia atrás, ante la mirada desconcertada de un turista veterano que caminaba detrás nuestro (quedando por ende, cara a cara).
Nuestro hogar esta vez sería el altillo prestado de un hostel oculto tras un portón de chapa, y aunque nuestros aposentos no tenían puerta y compartíamos dormitorio con arañas de tamaño considerable que se mecian sobre nuestras cabezas cuasi dormidas durante la noche, fue una estadía por la cual estamos muy agradecidos, ya que al ser una zona turística, no es sencillo conseguir que alguien hospede gratuitamente a los viajeros. Milton, quien estaba a cargo del hostel, es un nativo de la zona y nos enseñó bastante de su cultura y algunas palabras y frases para comunicarnos mejor con su pueblo.
Además fue también el lugar donde poco a poco, mi fiebre fue desapareciendo hasta convertirse en recuerdo.
LA CULTURA QUICHÉ
Atitlán es enteramente zona Quiché por excelencia, aquel lugar donde los descendientes de los mayas encontraron refugio entre volcanes, a orillas del lago más conocido en el país.
Aunque es cierto que la modernidad y los medios de comunicación han desplazado en parte la cultura de estas etnias, pueden apreciarse aún características mantenidas por sus integrantes.
Santiago de Atitlán es el pueblo que mantiene casi al 100% el Tz’utujil, el idioma originario, mientras que el mismo se va perdiendo a medida que se recorren los demás pueblos que bordean el lago, por ejemplo, en San Juan la Laguna se habla aproximadamente un 70% de lo que sería el Tz’utujil original, e incluso ellos no llegan a entender en su totalidad a los habitantes de Santiago.
Ante la situación actual, en donde cada nueva generación iba perdiendo un poco más la costumbre de hablar la lengua originaria, se tomaron medidas que buscan mantener a flote estos lenguajes, y al final de cuentas, una de las etnias descendientes de los mayas.
Mientras caminábamos por las callecitas de San Juan La Laguna pudimos deleitar los ojos ante los entramados tejidos de los nativos, la vestimenta que lucen la gran mayoría de las mujeres lugareñas, sin importar la edad.
En nuestra ignorancia (y nuestras elecciones guiadas por los sentidos y no por la tradición), creíamos que los dibujos de sus vestimentas eran elegidas por ellas, de acuerdo únicamente a sus gustos personales.
Pensábamos que la elección de una camisa repleta de flores bordadas, o una camisa lisa con cuello delimitado por una amplia guarda de colores y formas cúbicas eran sencillamente elecciones de sus portadoras guiadas únicamente por un gusto personal.
Luego aprenderíamos que cada diseño representa un pueblo distinto, por lo que los lugareños podían distinguir de dónde era la chica con solamente ver sus vestiduras.
Según nos contaron, esto se comenzó a hacer en el pasado para diferencias los diferentes pueblos.
Averiguamos cuánto podía costar uno de estos huipil (vestidos), y nos dijeron que los precios fluctúan dependiendo el origen del mismo, ya que algunas zonas tenían estilos con tejidos más complejos que otras.
Tomando esto en cuenta, un vestido podía costar entre 500 y 1000 quetzales, lo que se traduce entre 65 y 135 dólares americanos por vestido.
En lo que refiere a los hombres, no notamos un patrón en sus vestiduras, quizás acaso los más ancianos llevaban casi siempre ropa muy suelta y sombrero, pero no sentimos que su indumentaria fuera tan característica o que siguiera un código de vestimenta.
Lo que nos sorprendía cuando nos agarraba distraídos, era la altura de muchos de ellos.
Si bien nosotros no podemos autoproclamarnos como altos, nos encontramos muchas veces con hombres que nos llegaban por debajo de los hombros, siendo esta altura considerada como dentro de los estándares de la población. De hecho, mujeres y hombres tenían estaturas muy similares, y bajas.
Aunque somos conscientes que el mantenimiento de estas culturas también ayuda al turismo, resulta esperanzador que la intención por mantener las tradiciones y lenguas sea por un motivo de trascendencia de las costumbres milenarias y arraigo a las raíces, y no una victoria del modernismo y la codicia.
BUSCANDO RECUERDOS EN UN PUEBLO DORMIDO
San Juan La Laguna es tan pequeño que las opciones para el visitante se reducen a dos: aprovechar los días para visitar otros pueblos de Atitlán utilizando las balsas, o exprimir San Juan al máximo recorriendo cada rincón.
Nosotros elegimos la segunda opción, que además de habernos resultado interesante, también fue la más económica.
Descubrimos que las empanadas de San Juan son iguales a las que nosotros conocemos, quizás con una masa más gruesa, pero básicamente lo mismo.
Es curioso que en Nicaragua no se sepa ni la forma de una empanada mientras que en un pueblito a orillas de un lago guatemalteco se coman normalmente.
Y hablando de comida, uno podía pagar precios locales si sabía dónde buscar.
Por ejemplo, las empanadas costaban 5 quetzales (U$S 0,80) pero, además, había un supermercado donde compraban también los locales, y dónde los precios estaban estampados en los productos evitando los tan populares «precios diferenciales» tan típicos en las zonas turísticas.
Acá se conseguían medallones de pollo por 3 quetzales (U$S 0,40) y sopas instantáneas por 2 (U$S 0,30), entre otras cosas.
También vimos algún local de comida que ofrecía 3 tacos por 15 quetzales (U$S 2).
La noche nos regaló escenas de esas que solamente cobran sentido en este tipo de pueblos alejados de todo, como un niño jugando en una consola portátil junto a la ropa típica que vendía su familia.
Y fue en una de esas noches en las que íbamos metiéndonos en callecitas solitarias, comenzamos a escuchar un coro que subía el volumen conforme dábamos pasos.
Finalmente llegamos a la puerta del lugar del cual parecía que salía el sonido, y respaldados por la desfachatez del turista, nos metimos. Terminamos observando un coro compuesto mayormente de mujeres indígenas, que practicaban «Aleluya» en una clase, sonriendo como producto de la timidez ante nuestras miradas curiosas.
No faltó la visita nocturna al muelle, a dónde se podía ir con total tranquilidad, contrario a la fama que suelen tener los muelles bajo la oscuridad.
Lo tuvimos enteramente para nosotros.
Un poco más lejos, la cantidad exagerada de luces de un restaurante pituco brillaba sobre el agua haciéndole competencia a la luna, y a un pequeño bote que zarpaba.
Solo vengo a decir que en la foto en qu estas tu sentada en lo que supongo es el muelle que mencionan falta un plus muy importante para que aún sea más mejor, o sea Wa, jeje 😉😊
Jajajaja, hubiera quedado genial y cargada de cosas lindas 🙂 .
Además, con las puertas esas a los costados… es cierto, hubiera estado genial.
Pasa que no había nadie ni lugar para apoyar el celular (y si había, estaba tan oscuro que no lo vimos jojo).
Pero sí, hubiera quedado buena :).
Bueno es una excusa perfecta para invertir unas monedillas en un trípode, hay unos para celulares super económicos, aca son baratos y probablemente por donde andan ahora más todavía, jeje 😊😋
Ah y no pesan nada ni ocupan casi nada de espacio.
De hecho creo que llevábamos uno al principio, pero al no usarlo lo dejamos jeje.