La jungla de cemento”, como le llaman algunos, no nos pareció tan espeluznante como nos la pintaban.
Además, nos recibió dándonos regalos: dentro del avión encontramos un billete de 2 reales, y apenas salimos del aeropuerto, un billete de 10.000 pesos colombianos se cruzó a nuestros pies. Estas no podían ser señales de mal augurio.
Claro que Bogotá es todo lo que prácticamente cualquier ciudad capital es: caos, ruido, cemento, gente por todos lados y… ¿ya dije ruido y caos?
Seamos sinceros, hubo cosas de la gran metrópolis que nos hacían desesperar, como las filas para subir al Transmilenio (principal medio de transporte) que tan ordenaditas parecían mientras el bus no asomaba el hocico, pero se despedazaban convirtiéndose en una masa informe de personas intentando pasar todas a la vez por la misma puerta cuando esta se abría ante ellas.
O los vendedores, ya sea callejeros o de las tiendas fijas, que gritaban sin piedad, en la cara de cada ser viviente que les pasaba por al lado, haciéndoles pegar un respingo a veces, frases como “¡a la orden!” o “siga”, o la más complicada de todas porque solía venir acompañada de una pequeña escena de persecución, que era “¿qué anda buscando?”.
Un muchacho nos vio caminar en una explanada donde habían puestos de venta de comida y algunos de ropa, sin buscar nada en particular ni parar en ningún local, así que se acercó y nos dio una tarjeta de una librería, la cual nosotros aceptamos… ese simple acto de cortesía fue suficiente para que éste susodicho comenzara a perseguirnos preguntando “¿qué libro busca? ¿Algún género en particular?” y nosotros ni siquiera estábamos viendo libros… ni siquiera había una librería a la vista y tampoco estábamos viendo ningún tipo de tienda en particular.
Y ya que estoy con el tema… la frase “siga” nos ha generado bastante conflicto en nuestra psique, porque si bien en nuestro país significa una cosa, en Colombia es precisamente lo opuesto.
En Uruguay, si estás caminando por la calle y alguien de un local te grita “siga” te está diciendo que sigas de largo, es decir, que sigas caminando y no te detengas ni siquiera para entrar a su tienda (por ende, ningún comerciante te lo va a decir). En cambio, en Colombia significa justamente lo contrario, es una invitación a entrar a donde sea que te estén invitando, o dependiendo la situación, puede ser también una forma de alentarte a que comas lo que estén ofreciendo (otra versión de nuestro clásico “servite”).
Más allá de eso, Bogotá no nos pareció el mounstruo que nos pintaron.
En primer lugar, la gente nos pareció súper amable, incluso siendo ciudadanos capitalinos. Generalmente, las personas de la capital viven bajo mayor tensión y estrés, lo que las hace entendiblemente más propensas a los tratos secos y poco amables, pero no sentimos este tipo de trato en Bogotá. La gente nos pareció muy simpática y educada, más que en cualquier otro país de los que estuvimos hasta ahora. Nunca faltó el “buenos días” ni el “gracias” por parte de nadie.
Por otra parte, si bien la ciudad es grande, está muy bien organizada e interconectada a través del sistema de transporte público, pudiendo encontrar desde buses donde se paga en efectivo (menos mal), pasando por el Transmilenio donde es obligatorio utilizar una tarjeta de transporte y pre-cargarla de saldo para poder moverse en este sistema, hasta los conflictivos taxis y Uber.
Y hablando de la tarjeta del Transmilenio, nosotros optamos por sacar una para usarla los dos; la misma nos costó U$S 1,50 y no tuvimos que mostrar nuestro documento de identidad ni nada, fue un procedimiento muy sencillo. Los boletos del bus cuestan unos 2400 pesos colombianos cada uno (alrededor de 70 centavos de dólar).
Por otro lado, Bogotá (y luego descubriríamos que Colombia en general) está plagada de algo que todos podemos imaginar y que si no era así se nos iba a hacer pedacitos el corazón… sí, estoy hablando de la ambrosía que consumían los dioses del Olimpo, el jugo de Gomibaya de los Ositos Gummi, el aguamiel del Skyrim (o el skooma para muchos), el antídoto capaz de curar un cuerpo frío o una pereza abrumadora… sí, estoy hablando del café.
No solo hay tiendas que venden café barato y a todas horas, sino que también se encuentran carritos o hasta autos convertidos en puestitos típicos de café, como también personas caminando con un carrito de feria cargado de 10 o 15 termos, todos llenos de café. Estos últimos son los que ofrecen los precios más económicos, que pueden ser 400 o 500 pesos colombianos por un vasito (el equivalente a U$S 0,011, o 4 o 5 pesos uruguayos); y ojo que eso no significa que el producto sea de mala calidad.
![Puesto callejero de cafe bogota colombia](https://www.viajeinterminable.com/wp-content/uploads/2019/08/Puesto-callejero-de-cafe-bogota-colombia.jpg)
Este es un carrito de los «pro», con máquina y todo
Y si hay algo que nos encantó, fue el hecho de poder sentarse a la mesa de cualquier restaurante, bar o café (refiriéndome a la tienda donde venden el café) a tomar un tinto, sin sentirnos culpables. ¡Y es que es tan barato el café en Colombia! Podés hasta darte el lujo, como mochilero rata, de sentarte en un barcito coqueto y pedirte un café, que sabés que no te van a arrancar las muelas. Mientras que en Uruguay, sentarte en el bar de la esquina donde se llena de viejitos a tomar whisky y tenés que sacudirte la cucaracha que trepó de la diminuta taza a tu mano cuando te alcanzaron el café (historia basada en hechos reales) cuesta, como barato, 2 dólares, en Colombia te podés tomar 5 o 6 cafés por esa misma plata, y en un restaurante con estatuas en las esquinas y mesas con floreritos.
Igual ojo al gol, que amo esos bares rústicos de viejitos en Uruguay (lo que no amo son los precios).
![Feria de pulgas afuera bogota](https://www.viajeinterminable.com/wp-content/uploads/2019/08/Feria-de-pulgas-afuera-bogota.jpg)
La versión más barata, los carritos con termos de café previamente preparado
Ahora, si te estás preguntando, por qué más arriba mencioné un “tinto”, déjame aclarar que acá nadie está hablando de ningún derivado de las uvas… te explico algo que nosotros aprendimos a razón de prueba y error.
En Colombia, para pedir un café sólo, pedís un tinto.
Para pedir un café con leche (más leche que café) pedís un café.
Para pedir un café con leche, pero más café que leche, pedís un perico.
Pero cuidado, que perico también se le llama a los huevos revueltos, según la zona del país en donde estés, y también a los loros (no sea que te pidas un perico y te traigan un Pedrito).
Y si sos de los que les gusta el café bien dulce como a nosotros, te recomiendo pedir de antemano azúcar por demás, porque en Colombia el café se toma amargo o con muy poca azúcar, cosa que entendemos perfectamente, porque es la mejor manera de sentirle el verdadero gusto al fruto. Aun así, el café colombiano nos pareció tan excepcionalmente bueno, que la mayoría de las veces lo tomamos con los escasos dos sobrecitos de azúcar que nos dan, y en alguna ocasión, hasta logramos tomarlo amargo, y disfrutarlo.
Otra forma muy típica de tomar el café, es preparándolo con agua panela, otra bebida característica del país, y de esta forma no es necesario endulzarlo con azúcar ninguna (o muy poquita).
El agua panela es bien sencilla de preparar, pero para eso necesitamos un ingrediente clave: la panela. En Colombia se utiliza más la panela que el azúcar mismo, así que esta infusión consistente en agua hervida con panela, y a veces saborizada con una ramita de canela (o con el jugo de un limón cuando se toma sola y fría) es muchas veces la base para preparar un buen café.
En Bogotá particularmente, se agradece mucho encontrar locales de café en cada cuadra, porque dejame decirte que fue el lugar donde tuvimos que volver a sacar la campera, después de tantos meses encanutada en el fondo de la mochila.
Bogotá es fresquita. En el día podés estar de remera y camisa, pero en la noche es muy probable que tengas que abrigarte un poco más.
Igual después de tanto calor selvático, hasta yo que soy “team calor”, extrañaba un poco el frío.
¿Y saben que completó la perfección de sentir olor a café en cada esquina? El haber encontrado algo que hacía como 10 meses que no comíamos, algo que la última vez que habíamos podido conseguir uno fue probablemente allá por Argentina… sí, estoy hablando del clásico y tan querido por Uruguayos y Argentinos… alfajor.
Y cuando me refiero a que encontramos alfajores, me refiero a que eran igualitos a los que se comen en nuestro país, y eran super ricos, porque si vamos al caso, habíamos comido alguno en Chile y alguna parte más pero no tenían nada que ver con nuestra querida golosina. Encima de todo, no eran caros, para ser una rareza en Colombia.
Volver a comer esto fue la gloria misma.
Y ya que estuvimos hablando de ingredientes, otra particularidad que le dio buen sabor a esta ciudad para nosotros, fueron los precios. Y esta vez no me estoy refiriendo únicamente al café.
Si queríamos, en Bogotá podíamos almorzar y cenar los dos, con menos de 6 dólares… y si nos ponemos menos exigentes, hasta te diría que con 2 dólares también es posible (aunque no podemos asegurar que aquello que comimos haya sido carne real…).
Lo más normal es que un almuerzo cueste alrededor de 7000 pesos colombianos, es decir, unos 2 dólares, y viene con un plato de sopa y un segundo plato, que suele consistir en arroz, porotos (frijoles), ensalada, plátano, y algo de carne, todo acompañado de un vaso de jugo, así que nosotros repetíamos la técnica de Perú y Bolivia, es decir, comprábamos un almuerzo y lo comíamos entre los dos.
Ahora, pasando a otro orden de cosas, si hay algo que nos costó mucho entender en Bogotá (y luego veríamos que es algo de Colombia en general) es el tema de los nombres de las calles: las mismas están señalizadas como «carreras» y las «calles», y todas están representadas por números en vez de nombres, como uno venía acostumbrado. No me quiero arriesgar a explicar demasiado esto porque tampoco es que lo llegamos a entender mucho, pero entre lo que llegamos a ver y un poco de ayuda extra del Oráculo de Google, podemos ver el mapa como una cuadrícula de ajedrez, y decir que las llamadas «carreras» son las que corren de Sur a Norte (paralelas a las montañas, y las «calles» van de Este a Oeste y atraviesan las carreras.
Pero la cosa no queda acá, que sino no era tan complicado; la cuestión es que la forma de escribir las direcciones, al ser únicamente números, era para nosotros difícil entenderla, porque una dirección podía ser escrita así: «Cra 101 #45-12».
Claro, al principio no entendíamos nada, nos quedábamos como «¿el número de puerta es 45? ¿O es 12? ¿O será puerta 45 y apartamento 12?».
En este ejemplo, sería así: la casa está sobre la Carrera (Cra) 101, la esquina es la calle 45, y el número de puerta es el 12.
Ahora que lo explico veo que no era algo complejo, pero para uno que estaba acostumbrado a que hubiese solamente un número en una dirección (el de puerta), llegar a un lugar en particular solamente con la dirección anotada, equivalía a resolver el acertijo de la cueva de Alí Babá y los 40 ladrones.
Ahora, ya que hablamos de callejear, en cuanto a los lugares para visitar en Bogotá, nosotros estuvimos básicamente en 3 lugares destacables: el centro, el barrio 20 de Julio, y el Mirador de los Nevados en el barrio Suba.
Barrio 20 de Julio
Este barrio se encuentra alejado del centro, teniendo que tomar un bus o transmilenio para llegar allá.
Si bien es un barrio que no suele ser conocido especialmente a nivel «Bogotariano» (sí, me inventé esa palabra) tiene algo destacable que puede hacer valer su visita: la iglesia del 20 de Julio.
Es probablemente una de las iglesias más importantes de Bogotá, y lleva por nombre (al igual que el barrio) la fecha de Independencia del país.
Esta iglesia se hizo famosa sobre todo en 1937, cuando el padre italiano Juan del Rizzo, mandó a hacer una figura del Divino Niño, para honrar la infancia de Jesús, y para exponerlo, se hizo una pequeña capilla en la iglesia, dedicada únicamente a esta figura.
A partir de ahí, muchísima gente fue llegando a la iglesia a rendir culto al Divino Niño Jesús, y tan grande fue el caudal de creyentes que acudía allí a diario, que en 1989 tuvieron que remodelar la iglesia y ampliarla, manteniendo intacta la fachada original, para honrar a quienes inauguraron la iglesia.
A día de hoy se celebran misa todos los días, a varias horas, siendo la del domingo la que lleva más gente, de todas partes de Bogotá (y del país), y es muy curioso el hecho de que la explanada de la iglesia está preparada para transmitir la misa por pantalla y altoparlantes, porque a pesar de la remodelación de ampliación, la gente que llega a misa los domingos supera con creces el espacio interior del lugar.
Más allá de eso, el barrio 20 de Julio tiene su propio «centro» comercial, donde se consigue de todo sin necesidad de ir al centro.
Si algo nos costó de nuestros días allá, fue el hecho de que las calles son muy inclinadas en varias zonas, así que las bajadas y subidas eran complicadas a pie, pero más allá de eso, el barrio era muy tranquilo y en ningún momento lo sentimos inseguro.
Mirador de los Nevados
Este mirador está ubicado en el barrio Suba, un barrio relativamente glamouroso de Bogotá, donde hay un montón de Shoppings, pero aun así se pueden comer almuerzos por 7000 pesos colombianos y comprar café por 500.
Después de recorrernos varios shoppings (para mirar nomás porque no es que planeásemos ni quisiésemos comprar nada allí) preguntamos qué lugar podíamos visitar que sea más natural. Y así nos recomendaron el mirador de los Nevados.
Si estás en la parte céntrica de Suba, es posible llegar al mirador caminando en menos de 1 hora, y con una botella de agua porque hay cada subidita que mamma mía, pero llegar, llegás.
Cuando fuimos a traspasar el portón, plagado de adolescentes sentados en la vereda, empezamos a poner cara de «¿y ahora?» porque era una de esas entradas que invitan a pagar… o mejor dicho, que obligan a pagar. Había una especie de taquilla al costado del portón y unos carteles de horarios de apertura y clausura del parque, esas cosas que a uno le disparan las alertas ratas.
Pero nos equivocamos, la entrada, al igual que todo el parque, estaba súper bien cuidada y construida con mucho esmero, pero no cobraban entrada. Es lindo ver que la gente es capaz de mantener las cosas gratuitas en un estado igual de sano que las que son pagas.
Como nos pasaría ya muchas veces luego en Colombia, justo embocamos que el mirador tenía zonas en remodelación, pero eso no le quitó belleza y casi tampoco libertad.
En teoría, según habíamos leído, se prohíbe la entrada a mascotas, así como también realizar deportes o hacer picnics, para no alterar la tranquilidad del lugar (la idea es que se hagan actividades pasivas y silenciosas), pero estando allá confirmamos que nada de eso se cumplía realmente (y con razón, porque el lugar invita a realizar todo este tipo de cosas).
Además, por lo que vimos, promueven muchas actividades culturales como lecturas grupales, o pequeñas clases varias.
El mirador de los Nevados lleva este nombre, porque según cuentan, en los días que está bien despejado, se puede ver desde allí los nevados de Tolima, Ruiz, y Santa Isabel, que son picos nevados de unas montañas que rodean la ciudad. Nosotros no pudimos verlos, pero aun así tuvimos vistas hermosas desde lo alto de uno de los miradores (y digo uno porque hay varios caminos que llevan a diversos miradores).
El Centro histórico de Bogotá
El centro fue, sin lugar a dudas, la parte que más nos gustó de la jungla de cemento.
O a lo mejor fue porque acá las calles tenían nombres con letras, y no solamente número (es broma, no va a ser por esto que nos guste un lugar… al menos no solamente por esto).
Las calles con aspecto colonial no cansan nunca; si bien es algo que ya hemos visto en varios países, cosa entendible porque los conquistadores de América fueron todos los mismos, no dejan de ser encantadoras a la vista.
Es cierto que es la parte más turística de Bogotá y por ende, la más atestada de extranjeros como nosotros, pero no al punto de negar su atractivo porque sería una mentira muy berraca (como dicen acá).
![Capitolio Bogota Colombia](https://www.viajeinterminable.com/wp-content/uploads/2019/08/Capitolio-Bogota-Colombia.jpg)
Capitolio de Bogota
Muy cerquita del centro histórico está el mercado de pulgas, al cual fuimos para ver que rareza encontrábamos, y si bien no vimos nada muy loco, algunas tiendas tenían esos productos que me llevaría a mi casa si existiera la teletransportación (y si el dinero creciera en los árboles).
Esta feria estaba bastante llena de turistas, y no abre siempre ya que la primera vez que fuimos no la encontramos (porque no estaba, dah).
Después nos enteraríamos que esta feria aparece como por arte de magia los domingos y los días festivos (o sea, los días donde los demas lugares cierran). Ya sé que es algo bastante típico de las ferias, pero me parece oportuno para brindarle ese toque cuasi mágico que tienen éste tipo de lugares.
También caminamos por una callecita que yo bautizo como “la callecita bohemia” porque estaba llena de libros (lamentablemente muchísimos de ellos eran piratas), discos de vinilo, y señores con traje, bastón y gorrito.
Y como pasa en casi todos los centros históricos, una de las cosas que más vale la pena visitar (al menos a nuestro criterio) son los museos, y déjenme decirles una cosa: nosotros visitamos 5, y todos completamente gratis.
Agárrense que se viene momento de consejo de mochilero rata (o tip, para los más chic): el último domingo de cada mes, todos los museos de Bogotá son gratuitos.
Ah pero llegaste los primeros días del mes, como nosotros, y no querés/podes quedarte tanto tiempo en la ciudad, pero sí querés visitar museos.
No te preocupes, te tenemos una solución alternativa: hacete una listita de los museos que quieras visitar, y consulta en la entrada… vas a ver que algunos tienen entrada gratuita todos los domingos.
Nosotros hicimos esto último con el Museo Colonial, y el Museo del Oro, y si bien el domingo había mucha gente, fue gratis.
Ahora, te soy sincera, tampoco es que la entrada a los museos sea muy costosa de por si, por ejemplo, el del oro costaba 4000 pesos por persona, y tomando en cuenta que es de los más famosos (si no el que más) no está nada mal.
Los que nosotros visitamos fueron:
*La casa de poesía Silva:
Donde podés escuchar poesía a través de auriculares y conocer un poco sobre este género literario, sobre todo a nivel colombiano.
*El museo de Botero:
Acá vas a encontrar sobre todo el trabajo en pintura de este conocido artista colombiano (la mayoría de sus esculturas se encuentran en Medellín). Su estilo puede gustarte o no, pero no hay que dejar de reconocer que es bastante particular, y fácil de identificar (nunca más vamos a ver algo rechonchito sin acordarnos de Botero).
*Museo Colonial:
En este museo nos pasó de enamorarnos más del patio que del museo en sí. No, a ver, lo que se puede aprender allá adentro es invaluable, pero es que ese patio que daba la bienvenida era irresistible.
Pero bueno, mas allá de eso, vale mucho la pena ver la cantidad de cuadros y mobiliario perteneciente a esa época que dejo sus vestigios desparramados por todo el centro histórico de Bogotá.
Claro que la presencia religiosa está muy a flor de piel en este museo, siendo una parte muy importante de la colonización.
*Museo Militar:
Éste fue uno de esos museos no tan visitados, pero que valió la pena conocerlo. Al entrar te van a pedir pasaporte o cedula de identidad para anotarte en un registro; nosotros no lo teníamos encima y nos dejaron pasar igual, pero no podríamos habernos quejado si no nos dejaban, ya que esas son las reglas del lugar.
Lo que más nos gustó de este museo es la cantidad de cosas reales, y no a escala, que tienen para ver (si bien también hay algunas a escala) como hélices, cabinas de aviones de guerra, asiento con paracaídas de esos que usan los pilotos… y el momento más bizarro (en el mal sentido de la palabra) fue cuando vimos un asiento de avión pelado, y al lado la explicación de que ese fue el asiento en el que se sentó el Papa cuando visito el país, años atrás.
*Museo del Oro:
Dejamos para el final el museo más importante de los que visitamos.
Cabe mencionar primero el ofrecimiento de un señor en la puerta para oficiarnos de guía, lo cual rechazamos, pero admiramos la amabilidad y no insistencia de este buen hombre (de verdad, la amabilidad colombiana nos tiene asustados para bien).
El museo del Oro muestra básicamente todos los ornamentos y demás accesorios que fabricaban las civilizaciones indígenas de la zona, como los Muiscas, entre otras.
Algo que a mi me llamó mucho la atención y que además me pareció muy lindo, fue el tocado que llevaba el Zipá, el líder la tribu de los Muiscas. Me parece que está muy bien representado los rayos del sol, y que de esta manera querían mostrar el poder e importancia del Zipá.
También se aprecian representaciones en algún otro material, pero éstas cosas son minoría ya que la estrella de este museo es, por supuesto, el oro.
Claro que también vamos a poder ver el proceso de fundición del oro y mucha información sobre los significados que se le daba a cada objeto (el museo está separado en sectores, siendo el de los mitos y creencias uno de ellos, por ejemplo).
Y con eso culminaría nuestro recorrido por los museos, pero sabemos de la existencia de algunos más que también pueden valer la pena, como el Museo Arqueológico, al cual no entramos porque estaba en remodelación y en ese momento solo tenían una sala disponible, o el museo de la Independencia (o Casa del Florero) que aunque no fuimos, creemos que puede ser importante para quienes quieran conocer mejor la historia de independencia de Colombia.
Y ahora que lo menciono… déjenme contarles un poco sobre la Independencia de Colombia y que carancho tiene que ver con el florero, porque me pareció una historia muy divertida cuando me la contaron, y ya saben que los datos históricos divertidos son los que más me gustan.
LA HECATOMBE DEL FLORERO
Por raro que parezca, un simple florero fue el que ocasiono que Colombia haya adquirido su independencia, y te cuento por qué.
Alla en 1810, la época del virreinato, cuando Colombia no era Colombia, sino que era el Nuevo Reino de Granada, habitaban la zona los españoles, y los criollos, que eran los hijos de europeos, pero nacidos en América. Si bien los españoles controlaban el territorio, los criollos manejaban un gran porcentaje de la economía de la zona porque eran una parte importante del comercio de la región, y digamos que no estaban muy contentos con el virreinato… ya hacía tiempo venían con ganas de tomar las riendas de sus tierras, entonces, habiéndosele negado, ese 20 de Julio, una convocatoria a una junta de gobierno, la mejor excusa que encontraron para armar relajo fue el famoso florero de Llorente.
Llorente era un comerciante español que esa mañana había armado su cambalachito porque era día de mercado, y a su tienda se dirigieron esa misma tarde los hermanos Morales, y un tal Pantaleón Santamaria. Cuando vieron ese jarrón que el hombre tenía en la tienda, le echaron el ojo y les pareció buena idea llevarlo para decorar la mesa, ya que ese día recibían al comisario Real Villavicencio.
Acá, como tantas veces en la historia, es donde la cosa se pone medio borrosa y no se saben con exactitud los detalles; algunas versiones afirman que este grupito de criollos nunca quiso comprar el florero y simplemente mostraron interés para generar el conflicto definitivo que los llevaría a la Independencia. Otras versiones dicen que se lo pidieron prestado a Llorente, y otras versiones que se lo quisieron comprar.
Sea cual sea la opción verdadera, lo cierto es que el Llorente este se puso rojo como un tomate de rabia, diciendo que ese florero no estaba a la venta ni nada.
Y acá la historia vuelve a ponerse nebulosa, justo en el momento que se arma la gorda… con haber sido niños alguna vez ya sabemos que pudo haber sucedido para que Llorente se enojara tanto que dijera la frase que luego se hizo famosa “Me cago en los americanos”. Si, adivinaron… alguien rompió el florero.
No se sabe con exactitud si fueron los criollos, o el mismo Llorente en su rabia infinita por sentirse tan ofendido, quien escrachó el pobre florero contra el piso, pero este simple hecho fue el desencadenante de que los criollos se rebelaran contra el virreinato, se armara un hecatombe de la masita, y que hoy por hoy, en vez de El Nuevo Reino de Granada, sea esta tierra que hoy conocemos como Colombia.
Y eso que el florero tampoco era tan lindo eh.
Y por si te lo estabas preguntando… sí, Colombia se llama así en honor a Cristóbal Colon (como ya lo dice el himno nacional del país).
Bonus track – El tejo colombiano
Estando en Bogotá aprendimos (entre otras cosas) que el tejo que nosotros conocíamos es muy diferente al que se juega en estas tierras cafeteras.
Y no solo eso, sino que el que se juega acá es tan divertido como salvaje.
Cuando nos dijeron que se usaba pólvora para que sonara cuando se reventaba una mecha, no entendíamos nada… ¿pólvora? ¿Mecha?
En nuestro tejo no hay mechas ni pólvora, así que aceptamos la propuesta de ir a un recinto de barrio a jugar al dichoso tejo que tenía, aparentemente, los mismos componentes que un cañón de guerra.
Cuando llegamos, confirmamos que nada tenía que ver con el tejo uruguayo.
El tejo es un juego muy típico, de reglas muy sencillas; sobre una plataforma inclinada, rellena de arena con arcilla, se dibuja un círculo en medio (con el dedo, se hace el zurco sobre la arena). Luego se colocan 4 trocitos de cartón en forma de triángulo, uno a cada punto cardinal del circulo, para rodearlo.
Luego se encarga una tanda de cervezas o malta, y junto con ella viene la habilitación a adquirir nuestras municiones, que eran discos de metal macizo, muy pesados.
Si, acá en vez de pagar por jugar, lo que se hace es pagar la bebida, y con ella te habilita a usar las canchas de tejo y demás artilugios necesarios.
Se arman equipos, y el juego empieza.
Básicamente, consiste en tirar el disco de metal, y según en donde caiga es la cantidad de puntos que te toca: aquel equipo que logra más puntos es el ganador.
La mayor cantidad de puntos por jugada la obtener si dejas el disco justo dentro del circulo. Sino, podes intentar explotar las mechas, que es otra forma de adquirir punto.
¿Y que son las mechas? Esos triangulitos de cartón a los costados del circulo, y que cuando un disco le cae encima se pega una explosión que la primera vez que la escuchamos pensamos que le habían pegado un tiro a alguien.
Wa demostró tener mejor puntería que yo a la hora de tirar los discos, pero mi excusa es que mi disco estaba demasiado grande (si claro…).
Igual, me saque el gusto de explotar una mecha, una vez el juego hubo terminado, a medio metro de distancia… mi sordera temporal me demostró que no había sido una buena idea.
Acá les dejamos un video donde se nos ve jugando muy habilidosamente.
Lamentablemente, se me borró uno en donde se veía claramente, que el baño de los hombres del lugar, no era más que un espacio entre dos pequeñas protuberancias de la pared, en frente a todos los que allí jugábamos. Practicidad al 100%.
3 comentarios