LA SOLIDARIDAD AL PASO
La ruta ardía bajo el inclemente sol de verano, y el cemento no ayudaba a la causa.
Estábamos caminando, ahorrando el agua mientras buscábamos un buen lugar para hacer dedo, cuando escuchamos una voz que desde la vereda del frente nos llamaba «¡chamos!».
No nos dimos por aludidos sino hasta varios gritos después, cuando nos dimos cuenta que sí eran para nosotros.
Al acercarnos al joven y escuálido muchacho, quien por su acento y palabras estimamos provenía de Venezuela, y entonces nos dice «la señora quiere hablar con ustedes» mientras señalaba la entrada a una ferretería.
¿La señora? ¿Qué señora? Nos sentíamos convocados a un extraño ritual de iniciación o algo por el estilo. Y además, ¿Qué nos quería decir «la señora»? ¿Algo bueno? ¿Algo malo? Pero como estas cosas nos encantan, nos metimos en la ferretería sin cuestionar nada.
La señora resultó ser la dueña de la ferretería, quien al vernos caminando con las mochilas quiso conocernos enseguida. Al principio, creyó que éramos venezolanos, y nos explicó que ella trata de ayudar a toda la gente que está migrando de Venezuela a su país porque siente lástima por ellos, debido a la situación que están pasando.
Es cierto.
Hace rato que veníamos viendo, sobre todo al acercarnos al Norte, mucha gente Venezolana que migró al Perú en busca de una mejor situación… o simplemente en busca de poder comer todos los días.
La señora nos confirmó que el chico que nos había gritado «chamos» era venezolano, y luego de preguntarnos de dónde veníamos y cómo viajábamos, nos regaló un paquete de galletitas, y el chico nos trajo 2 sillas para que descansásemos un poco. Luego, un vendedor de frutas se asomaría a la puerta y la señora le compraría fruta, dándonos 2 bananas en miniatura a cada uno, una variedad de las tantas que hay por estos lados, que aún no habíamos probado.
Luego de pasar un rato allí, charlando con ambos y habiendo ya hecho nuestra pregunta de rigor a todos los venezolanos que nos encontramos («¿por qué parte nos recomendás entrar a Venezuela?»), y obteniendo la misma respuesta de siempre («No vayan a Venezuela»), la señora se lamentó de no tener agua potable para convidarnos, y finalmente partimos rumbo a la ruta que nos llamaba.
LA SOLIDARIDAD SOBRE RUEDAS
El sol quemaba, y un grupo de señores, sentados algo más lejos de la ruta, miraba a estos dos locos que osaban pedir un aventón en uno de los países con mayor fama de que este viejo truco no funciona.
Mientras tanto, los dos locos seguían intentándolo sin perder las esperanzas, a pesar del sol que amenazaba con cocinarlos vivos.
Rato después, un auto se detiene y nos invita a subir.
Un señor peruano y un muchacho venezolano eran piloto y copiloto de la nave sobre ruedas.
Necesitábamos llegar a Chiclayo porque queríamos ver al famoso «Señor de Sipán», del que nos habían hablado tanto durante todo nuestro viaje en Perú, y este señor iba precisamente allí.
Nos contó que era mecánico, que su nombre era Justo, y que acababa de dejar una pareja de rusos que también hacían dedo. También nos dijo que había pasado por la acera del frente y nos tocó bocina, pero no nos dimos cuenta, así que manejó 3 kilómetros más para dar la vuelta y parar al lado nuestro para hacernos subir.
El muchacho venezolano (Arturo) hacía menos de un mes que estaba en Perú, y era su ayudante.
Al ver mi remera, preguntó «¿otaku?», y ante mi afirmativa, chocó su puño contra el mío, en un solemne saludo que demostraba confraternidad entre frikis.
El camino era largo, y a pesar de nuestras negativas, el señor Justo nos compró sandía y más adelante una botella de refresco a cada uno. Era imposible decirle que no a este señor, la generosidad le salía por todos los poros, y no pedía nada a cambio de ella.
En algún momento de la conversación, le contamos que teníamos una carpa en la cual pensábamos buscar algún lugar para dormir en Chiclayo, a lo que él respondió que tiene un amigo que nos podía brindar un lugar para armar la carpa. Nos propuso pasar la noche allí, salir a comer algo, y al día siguiente podíamos continuar nuestro viaje descansados. Aceptamos.
Cuando estábamos a 17 kilómetros de la ciudad, el auto se rompe… bueno, yo no sé mucho de mecánica, pero lo que se rompió fue el radiador. La temperatura había subido sin habernos percatado, y este pedazo de pieza de ingeniería manifestó su queja dejando de funcionar.
Si bien ambos mecánicos intentaron repararlo, el auto se resistió, y tuvimos que esperar a que el amigo de Justo, el que nos iba a dar alojamiento, nos pasara a buscar.
Entre pitos y flautas, un par de horas después, estábamos en Pimentel, un pueblo sobre la costa, muy cerquita de Chiclayo.
El ambiente era rural; cabras, perros, vacas, y alguna coral escondida entre los pastizales nos miraban. Las vacas se dejaron mimar porque estaban comiendo, los perros jugaban con nosotros, pero las cabras sólo nos hacían llegar su «meee» sin dejarnos acercar. Por suerte, las coral no mostraron su vestimenta colorida, pero sabíamos que allí estaban.
Pero el señor Justo quería mostrarnos otro tipo de animales… así que nos llevó a un criadero de grandes aves que estaba cerca de la casa.
No le importó tener que pagar 4 entradas, y allí entramos.
Yo estaba encantada; había avestruces, emú y suri.
Una simpática guía nos contó las características de cada especie, y hasta nos dejó entrar en el corral de los emú, y sacarnos fotos con Blancanieves, la emú más fotogénica y mansita del condado.
El dato más curioso que nos dijeron fue que, al ser monógamas, si su pareja muere, a veces usan su garra (la del medio) para cortarse la yugular y suicidarse.
¿Qué me venís con Romeo y Julieta? Estos plumíferos son más románticos que ellos y Cyrano de Bergerac juntos.
Luego admiramos el tamaño de los avestruces, así como nos sorprendimos de su carácter…
Bienvenidos a otro capítulo de Joy enseña: en la clase de hoy vamos a hablar de los avestruces y sus ritos amatorios.
Aparentemente, en época de cortejo, la hembra realiza una danza para el macho, y le muestra las piernas. Pero ¡ojo cuidao! Parece que al macho le importa un pepino ver las piernas de la “avestruza”… a él lo que le importa es el perreo.
Si la “avestruza” le baila lindo, se aparean y todos felices. Pero si ella le muestra demasiado las chochas y no le pone tantas ganas al baile, él se enoja y simplemente… la mata.
¡Qué bárbaro! Yo que no bailo ni el arroz con leche, seguro que como “avestruza” ya estaba descansando en paz.
Y les digo más, los avestruces llegan a medir 3 metros de largo, y viven alrededor de 40 años. ¿Leyeron? ¡Tres metros! Yo no entiendo como no las incluyeron en el elenco de Space Jam.
Créanme si les digo que no esperábamos que fuesen tan altas… tener que mirar hacia arriba para verles las caras me agarró totalmente de sorpresa.
Otro detalle importante… si alguna vez ven un avestruz en estado salvaje, no se acerquen demasiado, o al menos, no sin tomar precauciones. Sus patas son tan poderosas que de una sola patada pueden abrir al medio a un ser humano, así que antes de salir corriendo a abrazarlas gritando «son como las del Rey León», les aconsejo pensárselo dos veces.
Y para no dejar a los Suri de lado, el dato que más nos llamó la atención, fue que la hembra pone los huevos por todos lados, y el macho tiene que ir juntándolos y llevándolos al nido… y es también el quien los incuba. Y que pueden también morir de tristeza si su pareja se muere.
Pero bueno, no quiero alargar esto demasiado, porque no a todo el mundo le pueden interesar tanto las aves como a mí, así que demos por terminado este capítulo de «Joy enseña», y sigamos viajando.
El sol cayó, y pronto fue hora de ir a cenar.
Dado que este es un pueblo rural, no había ningún lugar destinado a semejante menester, así que el amigo de nuestro amigo nos llevó a una casa de familia en donde nos podían preparar comida.
Al entrar, nos encontramos en un humilde hogar de piso de tierra, compuesto por un solo espacio grande, en donde cohabitaban dos mototaxis, un comedor, una cocina, 2 cachorritos y 2 perros grandes, algunos pichones de gallina, una mujer, un hombre y varios niños y niñas.
Nos acercaron sillas, nos dieron a probar chicha de maíz, la que, según nos contaron, tomaba el señor de Sipán, y esperamos la cena.
Ante mis claros intentos fallidos por tocar a los cachorritos, el señor de la casa los agarró y los trajo en brazos para darme el gusto.
Mientras esperábamos, el señor Justo nos mostró videos del Dakar, en donde él había trabajado como mecánico. Nos mostró también su foto en el diario donde había salido, y otras fotos de una clienta suya, cantante y novia de un famoso jugador de la selección de Perú.
Cuestión, que el señor Justo tenía muchos contactos y varios eran famosos.
Detrás nuestro, dos niñas y dos niños, todos entre 4 y 6 años, miraban semi escondidos y entre risas, a estos extranjeros que tanto desentonaban en aquellas tierras.
Al rato, la señora de la casa nos traía los platos de arroz con pollo, mientras una niña de unos 6 años nos daba refresco, mantel y vasos, cargados de timidez.
Volvimos caminando por la ruta, en la inmensidad de la noche, rodeados de vegetación, y apenas viendo el camino.
Esa noche, armamos carpa en la parte alta de una casa en construcción, al lado del cuarto donde dormían Justo y Arturo.
A las 06:30 hs, nos despertamos, y luego de desarmar la carpa fuimos todos juntos a desayunar, a la misma casita del día anterior.
Lo único que variaba esta vez, era que un gran latón lleno de pescados frescos, perfumaba el ambiente. Quién sabe a qué hora se levanta esta gente para ir a pescar y tener un latón lleno de pescados a estas horas de la mañana.
Cuando nos sirvieron el desayuno, lo miramos confundidos.
Un plato de arroz con un pescado frito, cebollas y morrón… y la taza de leche con azúcar (a la que le agregamos café).
Miramos al amigo de Justo y le dijimos «esto para nosotros es un almuerzo», a lo que él nos explicó que allí los desayunos son grandes porque la gente de campo necesita energías para trabajar desde temprano.
Wa no lo pudo terminar. Yo me dejé sólo el esqueleto con las espinas, como se ven en los dibujos animados.
Luego vinieron las despedidas, las promesas de mantener la comunicación y enviarnos fotos cada tanto, los agradecimientos y abrazos.
El amigo de justo nos llevó hasta la ciudad de Pimentel (ya que nosotros estábamos hacia las afueras) y allí continuamos viaje rumbo al Señor de Sipán.
EL SEÑOR DE SIPÁN
Tuvimos que llegar a Chiclayo y de Chiclayo hasta Lambayeque para visitar el museo de «El Señor de Sipán». Nos habían dicho que podíamos visitar o bien el museo, o bien las ruinas arqueológicas, pero elegimos el museo que nos pareció más interesante en este caso.
*** CONSEJO: acá también pueden usar el carnet de estudiante, o lo que sea que tengan que los identifique como estudiantes. El precio baja de 10 a 5 soles.
También pueden optar por hacer el recorrido solos, o contratar guías que arman grupos de gente para que salga más barato a cada uno.
Nosotros elegimos ir solos, como siempre, y por suerte, en este museo SÍ hay carteles que explican cada cosa que se ve en el museo.
Tengan en cuenta que está prohibido ingresar con celulares o cámaras, de hecho, luego de pagar la entrada te hacen dejar todas tus pertenencias en una especie de ropería, y antes de entrar te pasan un detector de metales para ver si llevás algo encima.
Por este motivo, olvídense de sacar fotos dentro del museo (a menos que lleven una de esas lapiceras con cámaras ocultas… mírenme, enseñándoles a infringir las normas, que bien eh).
Como no llevamos ninguna cámara espía, no pudimos sacar fotos, pero les aseguramos que este museo vale muchísimo la pena.
Además de la cantidad de artilugios expuestos, encontrados en la tumba del Señor de Sipán, tengo que destacar también la «escenografía» (o mejor dicho, ambientación) del museo; el mismo se encuentra prácticamente en penumbras, siendo las únicas luces las que iluminan las vitrinas con los collares, caravanas, sonajeros y demás descubrimientos, dándole a todo un toque más ceremonioso que de alguna manera te invita al silencio y a sentirte en un lugar cuasi sagrado. Además, consta de varios pisos, y a medida que vas bajando, viendo fotos de los arqueólogos que desenterraron las tumbas, sentís cada vez más que te vas adentrando en la mismísima tumba (aunque sepas que no está realmente allí).
Todo en su interior está muy bien pensado.
Algo que nos llamó muchísimo la atención, y disparó todas nuestras alertas que dudan de la historia de la humanidad, fue ver la gran similitud de los rituales velatorios utilizados por los mochicas, con los rituales egipcios.
El Señor de Sipán fue un guerrero y gobernante de la civilización Mochica, pre incaica, allá por el siglo III. Su tumba fue el vestigio del primer entierro real encontrado entero en América del Sur, hace tan solo 31 años (en 1987).
La tumba del Señor de Sipán rebosa de oro y plata, siendo la mayoría atavíos que utilizaba el gobernante mayormente con fines decorativos que reflejaban su poder. No es una situación muy distinta a la gente del siglo XXI… Es increíble cómo, aunque pasen los años, hay cosas que nunca cambian.
En la tumba (muy bien representada en una maqueta tamaño real en el museo) se encontraron alrededor de él los restos de 8 personas más, que se estima fueron concubinas, y guardianes. Entre ellos también había un niño, un perro y dos llamas.
A los guardianes, que eran guerreros de la civilización Mochica, les cercenada los pies y los enterraban así; se asume que esto era para representar la fidelidad de los guerreros hacia su Señor, dado que, sin pies, no podrían irse a ninguna parte.
También podemos encontrar en este museo los artilugios del Viejo Señor de Sipán, un gobernador más antiguo, del cual su tumba era muy similar, solo que sin otros cadáveres a su alrededor.
Otra tumba emblemática de esta civilización que podemos ver en el museo, es la del Sacerdote, que era la persona que le seguía en autoridad al gobernante.
Si bien ver tanto oro y plata podía parecer algo impactante, a mí lo que me dejó más impresionada fue otra cosa… No fueron ni las miles de cuentas con las que fabricaban los collares (ni el hecho de que los arqueólogos los reconstruyeron, con evidente paciencia admirable), ni las pequeñas piezas metálicas con las que se afeitaban, ni las alhajas enormes que se colgaban de la nariz, sino que lo que más me impresionó fue pensar en los sentimientos de sus acompañantes de descanso eterno.
No puedo evitar pensar en esas personas… ¿Sería realmente una «bendición» ser la concubina del gobernante, por ende, la persona más poderosa, de una nación, siendo que las condiciones son morir cuando el muera? Yo entiendo que el amor romántico expresa exactamente lo mismo, y comprendo perfectamente ese sentimiento de ser capaz de morir por la persona que amamos sin sentir arrepentimiento ni indecisión, pero ¿estas concubinas lo sentirían así? Cuando hay una obligación de por medio, es difícil determinar el amor. Además, en estas civilizaciones donde las uniones suelen ser pactadas… ¿Se desarrolla realmente el amor?
Claro, estamos hablando de otra cultura en la que morir al lado del todo supremo era un honor, ya lo sé… Pero no puedo evitar pensar en los pensamientos más profundos, en aquella voz que en el fondo podía estar susurrando palabras de miedo, arraigados al más natural instinto de supervivencia, sobre todo, si el amor no se sostiene.
Y ni hablemos del niño.
Pero es acá cuando tenemos que recordar que somos habitantes del mundo, y que en todas las épocas hubo y hay costumbres diferentes… Que lo que puede parecer cruel para unos puede ser el pan de cada día para otros, y, además, sentirse bien con ello. Que todos somos distintos y podemos sentir distinto, y que nuestros parámetros de dolor, pena, alegría pueden diferir mucho unos de otros.
Y cuando entendemos eso, entendemos también la típica frase que esta por todos lados «viajar te abre la mente».
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