El proceso de adaptabilidad a la quietud y la cuarentena nos llevó a demorar el paseo.
Tampoco queríamos no ser cuidadosos con las personas que nos estaban dando un lugar donde estar durante estos meses tan particulares, y de alguna manera sentíamos que sí salíamos demasiado, más aún si era “a pasear”, estábamos faltando el respeto a quienes tanto nos habían ayudado; era exponernos a algo que nadie quería en sus vidas.
Se necesitó un trámite migratorio especial (por el COVID-19) de extensión de permiso de turista y el aliento de nuestros anfitriones a conocer la zona, para que finalmente decidiésemos que era momento de conocer Puerto Vallarta, una de las principales zonas turísticas del país, y que distaba a escasos 23 km. de distancia de nuestro refugio de cuarentena.
Probablemente este será el post de Puerto Vallarta más corto de la historia, y en el que menos cosas se cuenten, pero aunque no fue un lugar especialmente memorable para nosotros, sentimos que no solo una parte del viaje no sería contada, sino que además estaría faltando el que sería prácticamente el paseo más “lejano” que tuvimos durante esta pseudo cuarentena que vivimos en México.
Así que comenzando por nuestra caminata hasta Nuevo Vallarta, pasamos a relatarles nuestras impresiones sobre esta zona.
NUEVO VALLARTA
Antes de ir a Puerto Vallarta, como tanteando si los engranajes estaban ya oxidados, caminamos unos 8 kilómetros hasta Nuevo Vallarta, que se sintió un poco como el dormitorio de su hermana popular.
Nuevo se encuentra aún en el estado de Nayarit, y consta prácticamente de barrios privados, cerrados por muros que dejan ver canchas de golf a lo lejos, y carteles gigantes, colocados estratégicamente más alto que el muro, que decían cosas como “tenemos cine, piscina y sala de recreación” (en inglés, por supuesto), todo esto mientras caminás por un sendero de hormigón donde muy cada tanto te cruzás a alguna persona corriendo (creo que en el siglo XXI se utiliza la combinación inglés-español “haciendo jogging”).
Las palmeras alineadas hacían juego con ese estilo tan prolijo, esa seguridad que brinda el orden y que, aparentemente, mucha gente busca.
Cada tanto, un hotel casi del mismo tamaño que los complejos de viviendas, aparecían en la vista, y cuando llegamos a la parte que parecía ser la más “comercial”, la que tenía un poco más de movimiento humano y vehicular, nos enteramos además que tampoco es normal ver buses en aquella zona tan VIP. Lógico cuando te das cuenta que todo el mundo allí tiene autos (noten que no especifico la cantidad per cápita).
De hecho, en todo el rato que estuvimos en los alrededores solo alcanzamos a ver un bus que hacía un recorrido muy escueto y específico.
Nuevo Vallarta no parece un lugar pensado para ser visitado, sino que se siente mas como el lugar al que volvés a descansar después de irte de fiesta en Puerto Vallarta, o incluso para algunos (siendo la mayoría turistas estadounidenses), ese oasis privado del cual no necesitan salir, donde tienen todo lo mismo que en casa, pero en otro país.
PUERTO VALLARTA
El Rio Ameca es atravesado por un puente, y a un lado de él puede leerse “Nayarit” mientras que del otro se lee “Jalisco”, siendo este último estado el que alberga esta ciudad de la que escuchamos meses atrás, cuando estábamos en Mérida, y nunca creímos visitar.
“Puerto Vallarta es tierra de gringos” nos dijo una buena amiga a través de un texto en el celular, mientras nosotros cuidábamos a sus hijos perrunos “todo es carísimo, nosotros terminamos comiendo dos hot dogs en un Oxxo”.
La verdad que, en aquellos tiempos que ahora se sienten tan lejanos (no por el tiempo transcurrido sino por los acontecimientos), no teníamos motivos suficientes como para marcar esta ciudad en el mapa.
Pero el futuro nos demostraría lo contrario.
No solo teníamos que ir para liquidar un trámite, sino que además, sería probablemente la salida mas emocionante que tendríamos de los últimos 5 meses, donde ir al Supermercado una vez cada 15 días era el equivalente a hacer un trekking meses atrás.
Íbamos esperando encontrar masas de turistas comprando cosas a precios inflados; nos encontramos con una peatonal vacía y la escena de un crimen que nunca sucedió.
Las peatonales casi vacías, los pocos locales abiertos sin más presencia que sus vendedores, mientras una cinta amarilla que pedía “NO PASAR” cerraba la zona del malecón más cercana al agua, que es además, donde están las estatuas que dan fama a la costa de Puerto Vallarta.
El “bloqueo” no tenía mucho sentido, ya que lo único que lograba era que las personas tuviesen que caminar en un espacio todavía más reducido, aumentando las posibilidades de aglomeración… pero la verdad es que estábamos lejos, lejisimo, de una aglomeración en aquella rambla.
Los caballitos de mar que oficiaban de farolas decoraban los caminos por los que, en condiciones normales, cientos de personas caminan.
Días después nos diría nuestra amiga, aquella que nos había hablado de Puerto Vallarta antes, que 5 meses atrás, era imposible sacar una foto sin al menos 10 personas de fondo.
Acá y ahora, nosotros buscábamos vida para incluir en las nuestras.
Entre las pocas personas que nos cruzamos, notamos que habían pequeños grupos donde todos estaban vestidos de blanco, y solían tener papeles en las manos, por lo que concluimos que serían guías turísticos a la caza de los pocos turistas que nos cruzábamos en su camino.
Y aunque el movimiento era mucho menor que lo que seguramente es en otras situaciones, no zafamos de algún que otro mozo que salía a interceptar posibles comensales a la peatonal.
Hasta ahora, todo era acorde a una pandemia… hasta que llegamos a la playa.
O mejor dicho, a cierta zona de la playa.
La primer zona a la cual accedimos por una de estas entradas similares a las que había en Cancún, con carteles donde explicaba las reglas del lugar y algunas mesitas que ofrecían tour´s o alquiler de motos acuáticas, no estaba casi nada poblada.
El problema fue que en los 10 minutos que estuvimos sentados en la arena, se nos acercaron unos 10 vendedores, es decir, uno por minuto.
No nos gusta ser demasiado críticos con esto porque nosotros también estuvimos del otro lado, y sabemos que para quien vende tampoco es agradable sentir que está molestando, pero cuando te das cuenta que no podías terminar de masticar un pedazo de pan en paz porque ya tenías que estar diciendo “no gracias” antes de tragarlo, la cosa escalaba de tolerante a demasiado intensa, y con la pasividad que nos caracteriza, nos levantamos y optamos por buscar otra parte.
Llegamos a otra zona donde hay una especie de plataforma en espiral que a mi me recordó a una clave de sol, en donde podías sentarte en algunos bancos de madera a mirar el agua.
Debajo de esta estructura estaba la playa, y acá sí, permitanme hacer hincapié en esto: acá no existía ninguna pandemia
.
Mientras que algunas cuadras atrás habíamos visto hasta una cabina desinfectante para humanos, en la entrada de un edificio, acá el miedo al virus brillaba por su ausencia.
Mucha gente tomando sol, muchísimos niños jugando en el agua apelotonados, y no podía faltar la banda de mariachi cantando a puro pulmón.
¿Quién te conoce Corona?
Acá no había ni distanciamiento social, ni mascarillas, ni nada de lo que venimos teniendo tanto en los últimos meses.
Era extraño volver a sentirse en el mundo que conocíamos, en el que recorrimos durante tantos meses y que parecía tan lejano.
No vamos a expresar ni contento ni disconformidad con esta situación, ni apuntar con el dedo a nadie por lo que hizo o dejó de hacer aquel día en aquella playa, pero podemos decir que por unos minutos que tuvimos la necesidad de prolongar en el tiempo nuestra visita a aquella bahía porque sentimos que estábamos nuevamente en el mundo, aquel que conocíamos, aquel mundo de hace meses atrás.
No quisimos terminar nuestra visita por esta famosa ciudad costera sin meternos en callecitas poco transitadas e intentar encontrar esos detalles que a veces, en el ajetreo de las peatonales principales, se pasan por alto.
Fue así como nos encontramos una iglesia con cúpula de hierro, muy cerca de una plaza donde nos sentamos a disfrutar de la soledad en una ciudad que de seguro en otras épocas no duerme.
Por supuesto, el arte callejero no podía faltar en este paseo, aunque lo más memorable fue el hecho de que cuando saqué la foto, un señor estaba intentando hacer sus necesidades biológicas justo al lado, y en ese momento no me di cuenta… sólo me percaté de la situación cuando lo vi darse vuelta, mirar mi teléfono (que en ese momento estaba intentando enfocar el grafiti) con cara de susto y salir disparado, mientras Wa me decía que no dejé que el pobre hombre orinara en paz.
Por último, encontramos una calle que se llamaba “Uruguay” haciendo esquina con “Colombia”, y aunque los cartelitos de las calles nos distrajeron por un rato, de alguna manera nuestra vista encontró el suelo lo suficiente para distinguir que la acera estaba pintada con las palabras “good corner” (“buena esquina”).
No dudamos que estar entre Uruguay y Colombia pueda resultar un buen lugar después de todo.