COMER BARATO… ¿ES POSIBLE EN EEUU?
Es cierto, viniendo de países donde es posible almorzar por menos de 5 dólares (ambos) y hasta darnos el lujo de hacerlo en restaurantes y similares (e incluso por U$S 1, como es el caso de Bolivia) ver los precios de la comida en EE.UU. podía resultar cuanto menos inquietante.
Fuimos muy afortunados de tener un amigo como Marc, que nunca dudó en compartir toda su alacena con nosotros, aliviando muchísimo nuestros gastos en alimentos; de todas maneras, nuestros aportes a la alacena común nos permitieron comparar precios y tener una idea de qué tan cierto era ese rumor que veníamos escuchando a lo largo del viaje.
Como vivimos más de 2 meses en Montevideo (Minnesota) logramos llegar a ese punto en el que uno puede conocer más o menos la cultura local, y aprender dónde es barato comprar tal o cual cosa. También tuvimos la oportunidad de visitar otras ciudades y comprobar que los precios en una ciudad chica suelen ser más baratos en relación a otras más grandes (al menos ese fue el caso de los lugares que visitamos).
Llegó un momento en el que habíamos probado todo medio de alimentación posible, y es así como podemos dar una idea general para responder a la pregunta del subtítulo; ¿es posible comer barato en EE.UU.?
La respuesta corta sería: sí.
La larga sería: dependiendo de qué te alimentes, cómo, y dónde estés, sí.
Si compras los ingredientes en el supermercado va a ser más barato que comprar comida fuera. Si esos ingredientes son orgánicos, o con características distintas a la mayoría, entonces va a ser un poco más caro.
Los estadounidenses normalmente buscan que todo o casi todo producto no sea GMO (Genetic Modfied Organism) o dicho en criollo, no modificado geneticamente. Usualmente, si bien son más caros sigue siendo muy accesible para ellos.
En cuanto a comida preparada congelada, podés conseguir precios todavía más baratos o por el contrario, precios no tan lejanos a los de algunos restaurantes (dependiendo qué calidad de congelado elijas).
Comprando comida preparada en el supermercado (no congelada) puede ser económico.
Si comés en un restaurante de comida chatarra, va a ser bastante barato.
Si comés en un restaurante promedio, va a ser bastante caro.
Nada nuevo, al final de cuentas, esta es una máxima que puede incluso ser válida para muchos países, pero déjenme que les justifico la respuesta con vivencias.
La primera vez que fuimos al Montevideo Market, el supermercado local, no nos dimos cuenta de la existencia de algo que luego nos sería muy útil. No fue sino hasta días después cuando, buscando algún producto entre los pasillos, nos percatamos de la presencia de la góndola que nos alegraría el día: la de “todo a U$S 1”.
Desconocemos si este tipo de góndolas son comunes en otros supermercados locales, ya que los demás que visitamos eran de grandes cadenas (y donde no encontramos nada de “todo a U$S 1”), pero para nosotros fue un hallazgo muy oportuno.
No sólo había galletitas y snacks por ese precio, también había latas grandes de salsa de tomate, frascos de pepinillos, condimentos, salsas, champiñones, arroz, fideos, etc.
La salvación del mochilero austero, sin lugar a dudas.
Pero después, durante uno de esos días en los que nos quedamos solos en la casa y no teníamos a quien agasajar preparando la cena (ni a un hábil aficionado a la cocina que nos agasaje a nosotros) descubriríamos a otros de los amigos del mochilero austero… las pizzas congeladas.
Es cierto que no fueron las mejores que probamos, y que los productos congelados cargan con muchísimos estigmas, pero si podés/querés hacer oídos sordos a todos estos detalles, pagar U$S 10 por 5 pizzas redondas de 30 cms puede salvar el día de muchos viajeros.
Incluso llegamos a pagar U$S 5 por 5 porciones de pizza congelada, pero que en relación con las anteriores, el costo era el mismo (con una pizza de 30 cms comíamos ambos, con una porción de pizza comía uno, así que el gasto seguía siendo de U$S 2 por comida, entre los dos).
Un día, encontramos un pollo al spiedo por U$S 4, y agregando unas papas y cebollas al horno, tuvimos la cena solucionada durante dos noches consecutivas. Es verdad que no era el pollo más grande del mundo, pero fue suficiente.
Tampoco resulta muy caro darse pequeños gustos para acompañar la comida, como pueden ser los refrescos cola, que si buscás podés encontrar promociones de 2 botellas de 2 litros cada una, por menos de U$S 4 que si bien no es tan barato como en otros países, tampoco son cifras imposibles.
De hecho, acá vamos a aprovechar a recomendarles la famosa root beer (cerveza de raíz) tan popular por aquellos lados haciendo muy fácil conseguirla a precios económicos (aunque también es cierto que las mejores son más caras).
Y por si te lo preguntabas, ya sabes que si a nosotros nos gustó una cerveza es porque no se parece en nada a la cerveza “convencional”, de hecho ni tiene alcohol ni es amarga, sino todo lo contrario, es sin dudas una de las bebidas más dulces que probamos en el viaje, siendo únicamente superada por la Inca-Kola de Perú.
Ahora bien, podemos ver que si uno se las rebusca y no tiene demasiadas exigencias (ya sea por elección, por salud, o por ambas cosas a la vez) es posible comer barato en EE.UU.
¿Pero qué pasa cuando queremos comer fuera, sin gastar mucha plata, como hacíamos en varios países de Latinoamérica? ¿Eso si es imposible verdad?
No del todo, y nuevamente aplica la misma regla: depende cómo y qué quieras comer.
Una noche, después de tener una conversación sobre esas cosas de EE.UU. que queríamos vivir antes de irnos, mencionamos las clásicas alitas de pollo que se ven en las películas, y esta charla derivó en una cena con Marc y familia, donde todos comeríamos alitas.
Por supuesto el tema más picante fue decidir qué tipo de alitas comprar: con hueso o sin hueso. Yo, fiel defensora de las alitas con hueso, era la única contra 4 personas que dudaban de mi integridad mental por semejante locura.
Al final, terminé haciendo una orden partida a la mitad, mitad con hueso, mitad sin hueso.
Es curioso… aunque en Uruguay las alitas son muy baratas (parece mentira, pero algunas cosas baratas tenemos) en EE.UU., son un bien codiciado, y nuestras 2 porciones costaron la módica suma de U$S 22… o eso fue lo que Marc nos dejó pagar, porque me consta que la orden fue unos dólares más cara que eso. Es decir, con el dinero que comeríamos 3 o 4 días en Latinoamérica, acá nos estábamos pagando una sola cena (o una y media, porque algo sobró).
También me consta que no se aleja de los precios de los restaurantes en Uruguay… después de todo, sabiendo que somos el país más caro de América del Sur (si recordamos que Guayana Francesa es territorio, no país) esto no debería sorprendernos mucho.
Muy distinto fue cuando visitamos Burger King por primera vez en EE.UU.
No solo podés comprarte combos (hamburguesa, papas fritas y refresco) por 3 o 4 dólares, sino que además es muy común recibir cupones de descuentos, por ejemplo, con tu suscripción al diario estatal. De esta forma, lo que ya de por si tiene un precio bastante amigable al mochilero austero (tomando en cuenta que estamos en EE.UU.) con un cupón podría ser todavía más económico.
Y lo que es todavía mejor, los refrescos tienen lo que llaman “unlimited refills”, o sea que podés rellenar tu vaso tantas veces como quieras, independientemente de que hayas utilizado un cupón o no.
Además, las máquinas dispensadoras de bebidas suelen estar en la zona de clientes, lo que significa que no tenés que pedirle a nadie que te rellene el vaso una vez terminado, ahorrándote la vergüenza que podrías llegar a sentir a la quinta vez que te arrimas al mostrador con el vasito.
Pero cuidado, que si bien te ahorras la vergüenza de pedir tu “refill” a los empleados, a lo mejor sos el hazmerreír de todos los presentes si es la primera vez que te encontrás cara a cara con estas máquinas del infierno.
No sabemos si se trataba únicamente de la máquina del Burger King que nosotros visitamos, o si nuestro coeficiente intelectual estaba menguado aquel día, pero lo cierto es que aunque la primera vez que rellenamos el vaso todo salió bien, cuando nos acercamos a la máquina de Pepsi por segunda vez para hacer buen uso del “refill”, la máquina escupió una escarcha color beige, ante la mirada incrédula de los demás humanos del local.
Por supuesto que, todos dignos, intentamos tomarnos la escarcha, pero no había forma de hacerla pasar por la pajita.
Con la cola que no tenemos entre las patas, salimos del Burger King apuntando mentalmente la pregunta que le haríamos a Marc apenas verlo: “Do you know how the hell that machine works?” (“¿sabés como demonios funciona esa máquina?”) y tiramos ese intento de “refill” en un tacho de basura.
Marc quedó tan sorprendido como nosotros, así que finalmente asumimos que el uso de esta tecnología de punta es una de esas cosas que los estadounidenses hacen por inercia debido a la costumbre, y como todo lo que ocurre por inercia, a veces es difícil de explicar cómo se hace (como para un uruguayo es fácil olvidar aclarar que cada tanto tenés que mover la bombilla para que el agua pase mejor).
Al menos esa explicación suena mejor que aceptar que nuestra torpeza no tiene límites.
GRANJA MOONSTONE
El día que conocimos a Audrey y Richard fue con la excusa de utilizar el lago de su propiedad para refrescarnos… bueno, para que Wa y Marc se refrescaran mientras yo miraba los renacuajos en el agua y comía uvas.
La segunda vez que nos vimos fue cuando fuimos a ayudarles en su jornada voluntaria de recolección de uvas.
Ese día conocimos también a parte de su familia, y prometimos volver.
Con el tiempo, visitar la granja de Audrey y Richard se convirtió en algo habitual durante varios días, y otra forma de darle buen uso a las bicicletas que uno de los conocidos de Marc nos prestó por casi los 2 meses de estadía en Montevideo y a las que le sacamos mucho jugo.
De hecho, gracias a estas idas y venidas en bici no sólo apreciamos de cerca los grandes campos de maíz de la ruta sino que además un día nos cruzamos con una familia de ciervos.
Ayudamos con tareas de pintura y pasamos días espectaculares disfrutando de la que probablemente fue la granja más linda que vimos jamás.
Parecía que todas las estaciones le sentaban bien a esta granja; se veía hermosa en verano, se veía hermosa en otoño, y seguro que también se vería bien bajo un manto de nieve.
No solo cada rincón parecía sacado de un cuento de hadas, sino que además tenía muchos rincones para explorar: desde trailers completamente equipados como nunca habíamos visto antes, hasta puentecitos de madera atravesando lagos.
Audrey nos explicó que su gusto por pintar las estrellas que decoraban casi todas las construcciones de la granja provenía de la parte de su familia proveniente de Pensilvania, donde la presencia de las “barnstars” (o estrellas de granero) se volvieron populares a fines del siglo XIX.
No solamente son un detalle decorativo que queda muy lindo a la vista, sino que se cree que proporcionan protección y buena fortuna.
Audrey siempre nos agasajaba con platos preparados a base de ingredientes orgánicos de su huerta, y junto con Richard siempre teníamos interesantes conversaciones alrededor de la mesa.
Eran el tipo de pareja que podías imaginarte en el festival de Woodstock 50 años atrás, con pantalones Oxford y abrazados en un amor que ya se sabía eterno, esa clase de personas que además se involucraban en la lucha (pacífica) para defender sus principios, por el bien general.
Un día, Audrey nos sorprendió con un juego completo de mate Argentino.
Ya era la segunda vez que nos ofrecían mate en el Montevideo de Minnesota, y aunque esta yerba era del país vecino, no podía ser casualidad, la hermandad está mas arraigada de lo que creíamos, y quizás vaya más allá, quizás era una hermandad Rioplatense.
Muchos viajeros habían pasado por casa de Audrey y Richard, y la batería de instrumentos y objetos de distintas culturas dejaba en claro sus gustos por conocer el mundo.
De alguna manera, los viajeros siempre encontramos viajeros.
LOS URUGUAYOS
En una de nuestras caminatas por la ciudad, por las que, si leyeron post anteriores sabrán que solían ser muy solitarias porque es raro ver gente caminando por las calles del Montevideo esdrújulo, nos sorprendió distinguir a lo lejos un grupo de 5 personas en la vereda.
Más nos sorprendió cuando una de las personas comenzó a gritarnos (en inglés) “los uruguayos, los uruguayos” . Por un momento flasheamos fama post-portada de diario local; como ya habíamos salido en el diario de la ciudad, creíamos que alguien nos había reconocido.
La realidad era muy distinta: quien nos llamaba era una señora a la que habíamos conocido al día siguiente de llegar a Montevideo, cuando acompañamos a Marc a un grupo de meditación. Fue la primer persona que nos sorprendió refiriéndose a nuestro Montevideo con una correcta pronunciación de la “e” en español. Luego descubriríamos que era bastante común diferenciar a ambas ciudades hermanas precisamente con la pronunciación (ya saben, cuando se referían a Uruguay pronunciaban “Montevideo”, y cuando se referían a su ciudad pronunciaban “Montevídio”).
La señora estaba reunida con el alcalde de la ciudad y algunas personas más y aprovechó el momento para presentarnos (y ellos para darnos tarjetitas con sus datos y algún “vote for…”).
Luego de las formalidades y la breve explicación del viaje, la señora retomó la charla con nosotros, preguntándonos si habíamos visitado a José. Le dijimos que no habíamos conocido a ningún José, y cuando comenzó a describir una estatua nos dimos cuenta que se refería a Jose Artigas:
-Ah si si, claro, ya visitamos la estatua de Artigas, sí,
-¿Y conocieron a Virginia?
-Ehhh… no, a Virginia no -respondimos, temiendo que se tratara de alguna otra estatua de alguna mártir de la ciudad o algo por el estilo.
-Virgina es uruguaya, y vive acá con su esposo. Son los únicos uruguayos que conozco acá.
-Ah, nos hablaron de un uruguayo que cantaba, ¿serán ellos?
-Si si, el esposo, no me acuerdo el nombre ahora, pero el esposo toca la guitarra. Podrían visitarlos, debe ser interesante para ustedes.
Así fue como la única familia de uruguayos de este Montevideo se nos iba presentado de a poquito; primero Audrey, amante de la música y de conocer gente del mundo nos había mencionado a Mauricio como un uruguayo que canta y toca la guitarra y además vive en la ciudad, y esta señora nos menciona a Virginia, la esposa de un uruguayo que canta y toca la guitarra que vive acá. Ya teníamos los dos nombres desbloqueados, ahora solo quedaba buscarlos.
Lo más sencillo fue preguntarle a Audrey, quien gustosa nos pasó el contacto.
La primer videollamada con los otros dos uruguayos que estaban en la ciudad en ese momento, se sintió tan cercana como realmente lo era.
Volver a escuchar palabras como “¿qué cuentan gurises?” sabiendo que no estaban a miles de kilómetros de distancia tocaba fibras muy internas y generaba una comodidad que no puede sentirse de otra forma, por mucha confianza que haya.
Fue así como nuestra primer visita a casa de Mauricio y Virginia cuadró el mismo día del partido Uruguay-Ecuador.
Bueno, está bien, no cuadró, lo planeamos así porque el pueblo uruguayo es futbolero por naturaleza (en términos generales) y no solo la fecha era próxima sino que además, ¿qué mejor excusa que hacer algo bien uruguayo, para juntarnos con uruguayos?
Mauricio no aceptó un no como respuesta y pasó a buscarnos. Nos saludamos como si nos conociéramos de siempre.
Virginia nos recibió con una sonrisa de oreja a oreja, y lo primero que nos ofreció era bastante predecible: “¿quieren un mate?”.
Aunque la situación ameritaba, elegimos un café.
Mauricio apareció al rato con algo que no veíamos hacía más de 2 años, algo tan simple como entrañable, y que si bien parece muy versátil, debe cumplir con algunos requisitos fundamentales para que, bajo nuestros estándares, se deje llamar como tal: me estoy refiriendo a la clásica picadita previa a todo partido.
Cuando probé el salame casi se me pianta un lagrimón. No recordaba la última vez que había probado uno tan similar a los que comía en Uruguay (pero sí recordé aquella vez que quise comprar uno en México y el del supermercado me dijo que los únicos que tenía eran esos que venían con higo seco, otro con ajo, y otro con habanero).
Y no era solo la comida.
Todo en aquella casa nos hacía sentir que ya no estábamos en EE.UU., si bien a veces algún aspecto luchaba por salir a relucir (como ese frasco de vainilla para el café que en Uruguay sería un lujo de pocos) la mayoría de lo que se veía, sentía y respiraba allí era de nuestra tierra, partiendo por esa camaradería instantánea y natural que el simple hecho de haber nacido en el mismo punto del planisferio nos daba.
No importaban los más de 15 años que Mauricio y Virginia estuvieron fuera del país, porque aunque quizás con desarraigos y sentimientos naturales de no pertenencia (o pertenencia a algo más grande que un país), aquellos sentimientos que años de vivir en movimiento te pueden generar, su esencia seguía perteneciendo al lugar que los vio nacer, y eso se reflejaba en una alegría indisimulable, en una catársis incontenible que solo nosotros podíamos entender en ese momento, en ese sentir de bienestar mutuo que nos regalamos entre todos.
En una necesidad que ninguno era plenamente consciente que tenía.
La soltura de palabra que nos daba poder utilizar nuestras expresiones sin arrepentirnos en el segundo siguiente porque quizás no estaríamos siendo entendidos era algo que no vivíamos desde hacía mucho, y aunque intercambiar diferencias en el lenguaje y expresiones es algo que nos divierte mucho en cada país que vamos, nos dimos cuenta que a veces se extraña poder hablar sin pensar demasiado en cómo lo estás haciendo, aunque sea por un rato.
Compartimos anécdotas hasta que la hora del partido llegó, y con la simple presión de un botón, el alma se nos hizo un nudo cuando escuchamos el himno, aquel himno que tantas veces cantamos en la escuela y el liceo, sonando en la pantalla del living.
Aunque en este punto nos separamos, Virginia y yo nos fuimos aparte a conversar (ninguna era muy futbolera) y aunque aquel día ganó Ecuador, la experiencia fue tan cálida que por supuesto los volvimos a visitar, pero esta segunda vez fue una despedida, igual de cálida que la presentación.
Nuevamente, con la comida como teletransportador inicial a nuestra patria, alrededor de su plato de tortas fritas cuya receta tuvieron que reinventar y nuestra pasta frola para la cual Wa y yo tuvimos que encargar el dulce de membrillo por Amazon en un envío internacional, nos deseamos buenos caminos y esperanzas de volver a vernos.
MAS NIEVE
Con la nieve tuvimos muchas primeras veces.
Su capacidad para sorprendernos es tal, que tuvimos que acabar concluyendo que se trata de uno de esos elementos con los cuales es difícil vivir todas sus primeras veces posibles en un solo encuentro.
La primera vez la vimos de lejos, en los picos de las montañas que rodean a Ushuaia, 4 años atrás. Aunque fantaseamos con poder tocarla, nos conformamos con verla a través de nuestras pupilas, sin papeles de postal ni pantallas de por medio.
La segunda vez que la encontramos, estaba congelada, dura como trozos de hielo al costado del camino, en Argentina. La emoción se hizo incontenible y el chofer que nos llevaba a dedo paró el auto a un costado de la ruta para que pudiésemos tocar esa blancura que apenas cubría pequeñas partes de pasto.
La tercera vez, su consistencia se había ablandado convirtiéndose en una suerte de escarcha de freezer, blanda pero todavía fuerte desperdigada por el piso, en algún lado de Bariloche, donde podíamos dejar la huella de nuestros zapatos. Para nosotros esa era la nieve definitiva, no podía ser de otra forma.
La cuarta nos dimos cuenta que además de divertida la nieve podía ser aterradora, sobre todo cuando te la encontrás con ya demasiados centímetros de espesor, en la cima de la montaña que estás subiendo, a cientos de kilómetros a nivel del mar, en El Chalten. Se había vuelto todavía más blanda ante nuestras manos, sí, pero el cambió mayor fue que por primera vez le tuvimos miedo.
La quinta vez, en la misma ciudad, fue cuando la sentimos caer del cielo, y no sólo nos marcó el pelo con puntitos blancos fríos que nos entibiaron por dentro, sino que además descubrimos que la nieve podía ser muchísimo más suave que como la conocíamos hasta ahora (y que de esta forma era más fácil hacer muñecos rechonchos).
La sexta vez fue en Las Trancas, Chile, apenas minutos después de haber estado bajo un sol que quemaba a través de la ropa. Fue cuando entendimos qué tan cambiante puede ser un clima en poca distancia, y como algunas partes tienen un microclima tan marcado. Para este momento creíamos que ya nada de la nieve podía sorprendernos, pero fue cuando descubrimos las estalactitas, colgando de la caverna que habíamos ido a visitar.
Finalmente, la séptima vez fue cuando la encontramos en Montevideo, Minnesota, en una época en donde supuestamente no debía estar nevando aún, pero parecía que ella quiso venir a decirnos hola, después de tanto tiempo.
Y es que algo es cierto: el norte de EE.UU. no habría sido lo mismo sin ella.
Aunque moríamos de ganas de que cayera bastante nieve como para vivir la experiencia de, no solo “estar de paso” por un lugar muy nevado, las esperanzas no estaban muy altas ya que según nos dijeron, no es lo más típico que nieve antes de Noviembre.
Aquel 19 de Octubre, cuando los primeros copos comenzaron a caer, la emoción fue la misma de siempre, como si estuviésemos viendo nieve por primera vez. Otra primera vez.
Pero no sería hasta el 20 de Octubre, cuando al despertarnos y abrir la ventana tendríamos una sensación similar a la de habernos metido en una nube.
Todo afuera estaba blanco.
Una gruesa capa de nieve pesaba sobre las inclinadas ramas de los árboles y la mesa del balcón, incluso la barandilla, tenían una capa de al menos 8 cms.
De más está decir que no duramos mucho dentro de la casa.
Cualquier paseo, por muy repetido que fuese, sería no solo diferente bajo las microsópicas formas geométricas que caían sobre nuestras cabezas, sino además interesante. Era como caminar en un lugar nuevo.
También está demás decir que no pasamos por alto la oportunidad de aquellas clásicas cosas que uno hace cuando sos un adulto que vivió una infancia sin nieve (y quizás, éste ultimo detalle pueda ser excluyente).
No solamente estábamos viendo (y viviendo) nieve, sino que además fuimos testigos de algo que nunca imaginámos ver.
Mientras correteábamos por la calle principal, y un señor que recogía la nieve de la vereda a palazos nos miraba de cotelete y me hacía sentir un poquito culpable ante la diferencia de tono con la que nos tomábamos esa lluvia blanca, nuestra mirada se encontró con algo que ya sabíamos estaba allí pero su sola presencia nos obligó a detenernos por algunos minutos y retener esa imagen que probablemente, no veríamos en otro lado (o al menos, no en muchos, seguro): el prócer de la patria de un país en el que nunca nieva, estaba ahora cubierto de una capa blanca y suave, mientras la plaza Independencia rodeada de árboles nevados sería lo más cerca que estaría Montevideo (Uruguay) de una nevada.
Pero esto no se termina acá, porque si bien ya habíamos experimentado muchas cosas con la nieve, recordarán que más arriba mencionamos que éste séptimo encuentro también fue una primera vez, y es que en efecto, era la primera vez que estábamos “viviendo” en un lugar durante una nevada. Esto ya no era ni una experiencia de 2 horas, ni de uno o dos días, ésta vez tocaba convivir con la nieve, y todo lo que eso conlleva (cosas que, si bien teníamos algúna idea gracias a Hollywood, seguían siendo experiencias que no habíamos vivido nunca).
Una breve visita a casa de la hija de Marc nos hizo desarrollar una actividad que parece ser bastante común en estas circunstancias, cuando al llegar vimos que tanto ella como su novio estaban intentando desatascar el auto de este último que había quedado con las ruedas enterradas en el suelo blanco.
Entre algunos palazos entre las ruedas y la fuerza humana de 6 brazos al mismo tiempo (podrían haber sido 8 pero alguien tenía que filmar la experiencia) el auto salió rodando.
Ese fue probablemente el primer acercamiento que tuvimos con las palas para la nieve, que luego continuamos utilizando para limpiar la entrada de la casa.
También las utilizamos al día siguiente para limpiar las escaleras de la casa de Marc, y parte de la calle.
Detalle no menor es que en la ciudad, y quizás sea algo común en todo el país, si tu casa está situada sobre la calle principal, luego de una nevada vas a recibir en tu buzón una carta de la Alcaldía donde te “piden amablemente” que no olvides retirar la nieve del frente de tu propiedad.
Volviendo al tema de las palas de nieve, al principio parece un trabajo entretenido, pero luego de estar paleando por varios minutos, justo cuando empezás a creer que se te acortaron los brazos porque sólo podés sentirlos desde las muñecas hacia arriba, la comprensión viene a tu mente y te acordás del señor que te miraba con cara de miseria mientras vos jugabas tirando bolas de nieve y él paleaba el frente de la casa; es entonces cuando es posible entender por qué tantas personas prefieren contratar a alguien para realizar este trabajo (y por qué se paga un mínimo de U$S 80 la hora), o directamente comprarse una máquina que lo haga (porque sí, si algo aprendimos es que en EE.UU. hay máquinas para todo).
Claro que también están las personas como nosotros, que por duro que pueda ser, el efecto de la novedad no pierde relevancia y terminás haciendo cosas normales, como tirarles palazos de nieve (que no vendría siendo lo mismo que una inofensiva bolita) a tu novia, por ejemplo.
Por último, la otra primera vez que la nieve Montevideana nos regaló, fue no solo evidenciar sino además limpiar la gruesa capa de nieve en la que quedó enterrado el auto de Marc.
Tengo entendido que hay cepillos y palitas especiales para limpiarlos, pero nosotros, siendo 3 personas de las cuales 2 no se cansaban de agarrar nieve por aquello de lo novedoso, utilizamos los brazos a modo de pala y poco a poco el auto comenzó a emerger, que además siendo éste de color negro, el proceso era hasta satisfactorio.
Lo cierto es que, si bien siempre estábamos dispuestos a realizar las tareas necesarias para ayudar a la persona que tanto nos estaba ayudando a nosotros, muchas de esas veces un atisbo de culpa se asomaba en nosotros, por estar disfrutando tanto algo que se suponía era una tarea tediosa y a veces hasta podía ser dura.
Y después están aquellos que se ponían creativos a otro nivel, uno que va más allá del clásico hombrecito de nieve, y que sin lugar a dudas pertenece al siglo XXI.
Caminando por una de las calles traseras de Montevideo, percibimos algo extraño en el techo de una de las construcciones, y con la poética hora dorada de fondo, pudimos distinguir la lírica frase que alguien se tomó el trabajo de esculpir en los restos de nieve.
La firma de semejante obra de arte estaba impresa en forma de pasos que se acercaban a la cornisa.
Pero con todo, entendimos perfectamente por qué la nieve puede no ser tan divertida si ya estás acostumbrado a ella (y eso que no mencioné los charcos de agua helada o los resbalones en el hielo). Incluso, nos planteamos cuántos días se necesitarían para que nosotros comenzásemos a perder ese entusiasmo.
Lo que es seguro es que el breve tiempo que convivimos con la nieve no fue ciertamente suficiente para llegar a ese nivel, y aunque no creemos que exista una octava primera vez con ella, no queremos arriesgar predicciones, porque de alguna manera, la nieve siempre se las arregla para sorprendernos.
GRANJA DE KEITH Y BECKY
Sabido es, sobre todo si venís leyendo nuestros post, que Minnesota es un estado con mucha actividad agrícola y siendo Montevideo una ciudad alejada de la parte metropolitana, no es raro que no se necesita recorrer decenas de kilómetros hacia afuera para encontrarte con granjas, y por supuesto, grandes plantaciones (sobre todo de soja y maíz).
Basándonos en eso, no es improbable la oportunidad que tuvimos de pasar agradables horas en algunas granjas, y habiendo mencionado ya un par anteriormente nos queda todavía una tercera memorable.
Inicialmente fuimos para conocer las construcciones que Marc estaba desarrollando allí, siendo una de ellas una hermosa “tiny-house” (mini-casa) y la otra, uno de los vivos símbolos de la cultura estadounidense Norteña: un sauna.
Para nosotros, Marc podía habernos mostrado cualquier sauna que para nosotros sería igual de sorprendente ya que nunca habíamos visto uno en vivo y en directo, pero lo cierto es que además, este sauna era especial por varios motivos: primero, porque era un sauna portátil que podía remolcarse detrás de cualquier auto. Segundo, porque era un sauna con dos sistemas de calor, uno eléctrico y otro a leña, cosa que según nos contó Marc, no es para nada común de ver. Y tercero, porque nosotros fuimos parte de su construcción, y tanto para nosotros como para nuestro amigo, esa era una forma de dejar parte de nosotros mismo allí.
Claro que en ese momento no lo sabíamos, pero además, podríamos poner un motivo extra de por qué ese sauna sería especial para nosotros, y era porque se convertiría en el primero que efectivamente utilizaríamos… pero esa historia debe ser contada en otra ocasión.
La granja de Keith y Becky era espaciosa, bien cuidada, y también tenía detalles que daban ganas de recorrerla.
La presencia de una muy antigua bomba de combustible clavada al lado del granero era un objetivo difícil de esquivar para la lente de una cámara foránea.
Detalles como llegar un día y encontrarnos a Keith, Becky y amigos suyos, pasando un tipo de hierba seca por una especie de estructura de madera que se utilizaba manualmente, donde la hierba era apretada y deshebrada convertida así en una suerte de hilos que pueden utilizarse luego para confeccionar vestimenta.
O como la presencia de aquella bomba de agua, completamente funcional, clavada al piso que afortunadamente tuvimos la oportunidad de utilizar, llenando un balde con el líquido saliendo de las mismísimas entrañas de la tierra.
Fue en aquella granja donde, cumpliendo con algún tipo de actividad que sería capaz de arriesgarme a asegurar que todos los habitantes de Montevideo hicieron alguna vez, cosechamos manzanas… y no hablo de arrancar una o dos para comerla mientras disfrutamos de la naturaleza circundante, no señor.
Hablo de cajas, y cajas de manzanas.
Las mismas manzanas que durante meses permitieron la creación de los platos mencionados en el post anterior.
Por supuesto que alguna que otra mordida fue inevitable durante el proceso, y ciertamente no fuimos los únicos.
Dentro de un granero descansaba un balde donde se ponían las manzanas que habían caído al suelo, y que por ende no estaban en condiciones de ser utilizadas porque tenían algún gusanito o no estaban ya en la mejor forma.
Con balde en mano y siendo informados de su fin, nos encaminamos a la valla que separaba territorios para compartir la materia prima.
Marc nos mostró dos caballos que pastaban a lo lejos, y nos dijo que se acercarían ni bien vernos. Nosotros los veíamos tan lejos que estabamos un poco escépticos.
Poco rato después los semejantes animales comían manzanas de nuestras manos y yo moría de amor.
Ciertamente, vivimos momentos muy lindos en casa de Keith y Becky, y de hecho, nuestros últimos días en Montevideo los vivimos con ellos y por varios factores aquellas serían de las noches más inolvidables de nuestro viaje. Pero como un gran libro dice, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Esta segunda parte me gusto mucho más, me encanto como la relataron, espero la tercera parte pronto eh, no se me demore mucho como siempre, jajajajajjaja
Ah por cierto, vi la parte nueva del blog «prensa», no lo digo con ánimos de ofender, pero esta difícil de entender el orden, sinceramente esta un poco desordenada, que no se si era la idea, pero como dije es en una bien mi comentario.
Que bueno que te gustó (y más que la anterior), gracias.
La sección de «prensa» está en su versión beta digamos, esperamos mejorarla más adelantito.
¡Un saludo!
Muy buena segunda parte, esperando la tercer a.
Monty
¡Muchas gracias! Que bueno te gustó. ¡Saludos!